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  • Foto del escritorRevista Adynata

Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana (Prólogos) / Marta Dillon

Prólogo

Este libro empezó a escribirse hace más de veinte años. El punto final del texto que sigue fue puesto hace más de diez. En el medio, la rutina de escribir cada domingo la columna que saldría publicada en el suplemento No, del diario Página/12.

Una enorme ternura me envuelve frente a la nueva puesta en papel de esta red de palabras que una vez me salvaron la vida. Ternura por esa que fui, por la ingenuidad que sobrevive entre líneas, por las comas y los puntos que sobran por todos lados, por esa heterosexualidad convencida de la que me fugué con tanto placer.

Todo está dicho en las páginas que siguen, conservé el prólogo de la edición original, del año 2004, en honor a esa sucesión de presentes que hilvanan una trayectoria vital. Muchas cosas han cambiado desde entonces, ahora sabemos que los tratamientos para el vih-sida son realmente efectivos, que el estigma se ha morigerado al mismo tiempo que se aplazó la amenaza de muerte y que hasta se puede prescindir de los condones cuando la carga viral permanece indetectable. Otras siguen igual, hay cuerpos que importan y otros que no, quienes mueren por causas relacionadas al vih sida son en su enorme mayoría pobres, personas trans, indi*s, negr*s; excluid*s. Pero no tengo intenciones de hablar sobre sida, aunque ahí está el origen de esta trama.

Este es un libro sobre el duelo y la fiesta. El duelo recurrente que se instala cada vez que aparece, como el dibujo de un rayo sobre el telón de la noche, la conciencia de la muerte. La fiesta que alumbra ese contraste, la intensidad que ofrece saber que todo se termina, todo pasa, no hay nada más que estar presente. Ahora.

Sé, sin ninguna jactancia, que este libro ha acompañado a muchas personas. Y cada una de ellas me ha ayudado a mí en el tránsito de los años, los amores y los desamores, las pérdidas y las conquistas. Así como aprendí que no es posible apresar más que este latido fugaz que ahora mismo dice mi nombre, aprendí también que no hay vida para mí fuera de la trama colectiva, de la amistad, del afecto, del reconocimiento en los ojos de otra, de otro. Es en la comunidad donde existo, resisto, amo. Aunque las constelaciones muten y sus diseños a veces se tracen sobre heridas. Perseguir sueños es tan vital como estar despierta, ahora mismo, en esta encrucijada cotidiana de tiempo y espacio, carne y hueso, amor y dolor.

¿Soy la misma que escribió lo que sigue? ¿Cuánto me he transformado con el paso de los años? Mi cuerpo acusa el paso del tiempo, mi deseo se despega de la linealidad que impone contar los años de a uno en uno. El deseo intacto, la sed de poesía, el cuerpo, este que tengo con todas sus marcas, sus arrugas, sus fortalezas y debilidades; todo eso está dispuesto. Eso no ha cambiado y por eso es que me animo a esta reedición, a ofrecer la ingenuidad de cuando era joven ahora que no lo soy. Porque sé que esa gema que descubrí un día está ahí, alumbrando. Es ese fuego de la tapa, el fuego que guardamos en el corazón. El calor que nos impulsa cada día, a un día más. Y a otro, a otro más.


Marzo de 2016

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Prólogo a la edición 2004


Recibí mi diagnóstico de vih positivo en el Hospital Ramos Mejía, después de una corta internación y a pocos meses de haber asistido a la muerte de una amiga. Esa agonía lenta pero amable -si es posible usar esa palabra- ya me había cambiado la vida. Con algunos vaivenes, había empezado a desprenderme de lo que me hacía mal y yo asumía como una condena necesaria, vaya a saber por qué. La muerte se había impuesto como una noche polar que me obligaba a encender candelas a cualquier hora para rasgar su manto. No había tiempo que perder.

Ese tiempo en que la despedida era una frontera a la que nos acercábamos como exiliados quienes estuvimos cerca de Liliana Maresca -un desgarro y un alivio- fue como tirar piedras en el camino para no perderme cuando me tocara transitarlo otra vez.

Sin embargo, salí corriendo del consultorio en el que me dieron la noticia sin ofrecerme un asiento. Necesitaba aire, cielo, tierra donde poder vomitar, devolver eso que no podía corresponderme a mí.

Fue una leve arcada, al final. Unas cuantas convulsiones de llanto.

Es que la muerte, tan próxima que se la podía oler, era inexorable entonces para quienes vivíamos con vih.

¿Cuánto podía faltar para que la mía encontrara su diseño? Calculé diez años, diez años de sobrevida, para usar el léxico médico contra el que me rebelé de inmediato. No quería escuchar hablar de sobrevida, ni siquiera de vivir más. Yo quería vivir bien. ¿Y qué es eso? Los diez años se están cumpliendo al fin de 2004 y la respuesta sigue siendo tan imposible de sujetar como un jabón en la bañera. Nunca es tan trascendente como supuse en el primer instante, cuando la despedida tenía un nombre y hasta una fecha detrás de la postal que dejaría en la memoria de mis amores. Pero el contraste del principio, esa nitidez abrumadora con la que podía ver la belleza de los actos cotidianos, sentir el abrazo de los amigos, el mareo del amor, la fortuna de ayudar a crecer a mi hija, el milagro de que amanezca cada vez, eso lo conservo como un talismán al que pido fuerza en los días malos. Cuando la pena me obliga a recordar cuánto vale.

Empecé a escribir la columna Convivir con Virus en el suplemento No de Página/12 en octubre de 1995, mientras trabajaba como una obrera sobre mi cuerpo para resistir lo inexorable. No existían los cócteles de tres drogas que cambiarían la historia -todavía no sabemos cuánto- y yo me negaba a tomar la medicación disponible. ¿Para qué? La gente se moría a mi alrededor. Cada vez que lo pienso me sorprendo de cuánta gente que conocí murió de sida. Pasaron los ochenta con su breve euforia de final de dictadura y dejaron un tendal sin que se haya podido digerir que unos pocos juegos oscuros, que sí, probablemente fueran un coqueteo con la muerte, se hayan vuelto absurdamente literales. Yo no quería quedar pegada en esa foto. Yo quería vivir, al menos el tiempo suficiente como para tallar mi nombre en algún lado, que tuviera sentido este paso por la Tierra. Quería distinguirme del abrupto destino de mi madre -heroína de ojos azules que nunca envejeció-. La secuestraron en 1976 y todavía está desaparecida.

Las columnas, entonces, eran como una soga tejida con palabras que daba seguridad a mis pasos. Cada domingo me sentaba frente a la computadora y me obligaba a pensar en los pequeños cambios, los mínimos premios que me traía la conciencia de que vivir era una sucesión de momentos que merecían ser saboreados. Después, después ya se vería.

El tiempo domestica ese fulgor de los primeros días, lo convierte en un rescoldo en el que es posible calentarse las manos y conservar la esperanza del fuego que vuelve a encenderse cada tanto, que a veces me consume pero nunca tanto como para agotar el combustible que arderá otra vez. Y otra más.

El tiempo, es cierto, vino de la mano de unas cuantas drogas, y de ese deseo siempre despierto que me ayudó a tomarlas a tiempo, a soportar las náuseas, los inconvenientes digestivos, la nostalgia de no apagarme cuando todavía era una estrella refulgente y las transformaciones de mi cuerpo delatan que envejecer no será tan romántico como creía, menos en estas coordenadas de tiempo y espacio en las que el fulgor es un fósforo encendido a la intemperie.

A pesar de los resultados, sigue habiendo quien prefiere mirar hacia otro lado y no atenderse, como si las pastillas fueran un recordatorio diario de esa amenaza latente que anida en la propia sangre.

De hecho lo son, y no sólo para quien las toma; también para quien las descubre, por ejemplo, en mi mesa de luz. Pero en definitiva esa es mi realidad y desde el principio entendí que la única manera de defenderme del rechazo era haciéndome cargo. Y tal vez para ahorrarme algunos pasos es que decidí escribir en las columnas en primera persona. Por lo menos tendría algo escrito para ahorrarme palabras que a veces quedan en la garganta como una espina atravesada.

Releyendo las primeras columnas, la vergüenza acude como un torrente de sangre sobre las mejillas. Me siento como un pastor con un megáfono en una plaza cualquiera contando cómo dejé las drogas. Pero está bi en así, yo creía que tenía algo que comunicar y lo cierto es que siempre sentí que había alguien del otro lado del papel de diario. Durante los tres primeros años recibí muchas cartas, manuscritas, con estampilla y remitente. Después empezaron a llegar los mails; ya nadie escribe cartas, mucho menos a los diarios. Así de vertiginoso es el tiempo.

De ese ida y vuelta surgieron muchas historias que están en estas páginas, que me dieron el ejemplo y también me llenaron de impotencia; por todo lo que se pudo evitar. Por los abismos que se abren entre quienes pueden decir lo que les pasa y quienes no. Entre quienes comemos todos los días y quienes apenas lo consiguen. Entre quienes podemos trabajar a pesar de lo que digan nuestros análisis clínicos y quienes encuentran ahí una barrera que los deja en el margen. El viaje interior que significaba Convivir con virus, entonces, se abrió a otros rumbos, otras voces, otros escenarios. Las columnas hablaban de mí y de quienes como yo vivían con vih y de quienes no, porque en definitiva estamos todos obligados a convivir y los encuentros se producen sin pedirle permiso al virus. Yo aprendí a sentir el miedo en los otros como un olor, un olor que me da una náusea que tengo que contener mientras pido paciencia para ver si hay algo más allá. Y lo cierto es que sí, hay más.

Muchas cosas cambiaron desde que empecé a escribir las columnas. Algunas permanecen, como fotos, fijas en el tiempo. Ciertos estereotipos parecen tallados en piedra, inmóviles, mostrando imágenes remanidas, atadas a camas de hospital, a una sexualidad en particular, a un modo de emprender la vida a garrotazos. Todavía el silencio es una constante para quienes viven con vih, como son constantes y progresivas las nuevas infecciones. Claro que cada vez los que se infectan son más pobres, más marginales; y en este grupo cada vez son más las mujeres. Sin embargo, todavía no se ha conseguido asegurar la educación sexual en las escuelas para que cada cual pueda decidir en libertad cómo y con quién desea relacionarse. Y aunque parezca un chiste, la Iglesia Católica todavía insiste en que no se puede fomentar el uso de preservativos. Por eso, aunque haya dejado de escribir las columnas cada semana, sigo creyendo que está bueno poner algunas cosas en palabras para arrancarlas del territorio del miedo, para quitarles solemnidad, para darnos abrigo. Eso fue lo que intenté en estos años, entre el pesimismo de algunos días y la euforia de otros es posible encontrar un equilibrio. Yo busco la orientación en ese talismán del principio, y en el recuerdo de mis amigos muertos. Ellos viven en mi corazón y en cada una de estas líneas. A ellos y a ellas quisiera darles las gracias por lo que me enseñaron y porque elijo creer que algún día me esperarán del otro lado y nos reiremos juntos y para mí no será tan difícil el paso.

Cada uno elige creer en lo que puede. Yo creo que mientras el deseo esté despierto siempre se encuentran frutos para calmarlo, hasta que pida más y haya que volver a buscar. Que el amor es el perfume, y que lo exuda tanto mi hija como mi amante, mi familia, mis amigos. Esa es mi clave, mi contraseña para cuando me olvido. Es el deseo lo que brilla en los ojos. No hay pastillas que alcancen si se pierde la ilusión y el hambre de que el día descubra su sorpresa, aunque a veces haya que remontarlo desde el fondo de un ojo oceánico.


Septiembre de 2004


* publicado en Convivir con virus. Relatos de la vida cotidiana. La Plata, EDULP, 2016.


Roberto Jacoby y Kiwi Sainz. Yo Tengo Sida (1994-1995)

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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